La boda marina

Una muchacha fue seducida por el mar y, finalmente, aceptó casarse con él. La unión tuvo lugar en la playa de Nadie. La muchacha llegó sola, descalza y completamente vestida de blanco, con los cabellos sueltos y unos pendientes de plata, en forma de media luna, colgando de sus orejas. El majestuoso tumbo de las aguas saladas saludó su llegada. A la orilla del mar, en la noche espesa, cerrada y sin luna, sólo eran visibles miles de calaveras sobre la arena. Sobre cada una, una vela blanca, con su penacho de fuego, bañaba de luz las arenas encantadas. Las calaveras se alumbraban unas a otras hasta llegar a la orilla, donde la espuma lamía sus últimos brillos y se hundían aquellas cuya vela se había apagado.  El viento, al arreciar, silbó con fuerza sobre las dos imponentes moles rocosas, que encajonan por ambos lados esa playa de nadie. Frente a su prometido, cuando pronunció el «Sí», la luz de las calaveras brilló intensamente sobre el blanco vestido de la novia, que se elevó ligeramente sobre la arena. La muchacha, entonces, levitó también ella. Serena, digna, con su rostro plateado cubierto de estrellas, avanzó hasta posarse sobre el centro del mar, que la recibió formando un remolino de gradas acuáticas para acogerla por siempre en su seno. Así se consumó la boda. Luego el mar, imponente y galante, recogió de la playa las calaveras con que adornó la ceremonia y las guardó de nuevo en su lecho de trofeos. Tiene ya, para su próxima boda, una calavera más con que engalanar la playa.

LAS MARCAS

Esto sabemos por emanación de Ahura-Mazda: que la verdad que poseemos es oculta. No puede deducirse por el entendimiento ni descubrirse por la investigación.

Avesta Antiguo.

He aquí un hombre golpeado y con el cráneo presionado contra la acera, inmovilizada su cabeza por el peso de una rueda, apenas un ojo entreabierto y muy poco aire llegando a sus pulmones. Este hombre pudo ver algo por unos instantes. Lo que aquí sigue no es, no-puede-ser, esa visión, sino la expresión deficiente que prestan las palabras a ese hecho que las rebasa. La verdad que se hace camino en medio de estas reflexiones.

PRIMERA: Son ampliamente conocidas las leyes ópticas que describen la forma en que un espejo nos devuelve la imagen. Para el hombre primitivo, verse reflejado en el agua fue un suceso al que atribuyó propiedades trascendentes. Sobre su superficie contempló, embobado, su propia simetría —dos brazos, dos orejas, dos manos— y fue preso de su propia mirada cuando desde las aguas sus ojos le devolvieron un guiño, una mueca, un recuerdo. De este modo, en el principio, toda suerte de seres espirituales habló a la humanidad a través de la contemplación de las aguas, así como por señales presentes en el cielo, las rocas o el fuego.  Así era el mundo cuando los hombres entraron en él, y el misterioso poder de estas manifestaciones, desde luego, continuó vigente cuando el ser humano empezó a fabricar espejos. Los primeros fueron de piedra, como el que perteneció al astrólogo John Dee y se conserva hoy en el British Museum; luego de metal y posteriormente de vidrio, como lo son hoy la mayoría. Nada hay de anormal en las visiones de estos hombres del pasado, que las recibían y aceptaban con total naturalidad; lo anormal, en cambio, ha sido rechazarlas, cerrar la puerta a esa trascendente realidad vivida, compartida y experimentada por todos los pueblos.  Detenga un momento el lector su atención y considere que no por siglos, sino por milenios, ignoró la humanidad los procesos que permiten el funcionamiento del sentido de la vista, y que no fue sino tardíamente en la historia que estuvo en condiciones de darles una explicación lógica, por precaria e insuficiente que hoy parezca. Entre los griegos, por ejemplo, Anaxágoras sostuvo la opinión de los sabios de su tiempo, según la cual de los ojos emanan llamas de fuego que, a modo de portentosos tentáculos, se extienden hasta tocar los objetos y hacerlos visibles. De noche, la densidad del aire dificulta la acción de las llamas oculares, impidiendo así la visión. Empédocles de Agrigento fue más allá: afirmó que, literalmente, en el interior del globo ocular existe una llama incesante, rodeada de tierra y aire. Sí, una lámpara. Una llama dentro del globo ocular.  Una llama incesante, rodeada de tierra y de aire. Para los hombres de hoy esto es un disparate. Piénsese de nuevo: una llama, en el interior del globo ocular, rodeada de tierra y de aire; una llama que arde en los ojos, verdaderamente, que alumbra, realmente, el mundo exterior. Una llama rodeada de tierra y de aire. «¡Pero qué tontería! Es un disparate. ¿Cómo pudo alguien afirmar tales cosas? Hoy se sabe… Hoy se comprende… ¡Hoy se sabe! Hoy… Nosotros…». No. No soy como ustedes ni soy de ustedes. Me voy. Me protejo. Me retiro lejos de la impiedad. Tú, vete de aquí. Ustedes, déjenme. No mientan más. No quieran perderme. El brillo está en la mirada del niño; la locura en los ojos del genio; la luz de amor en los ojos de la madre y en la mirada tierna de la abuela; el fuego en los ojos del joven, que quema, con su vista, la piel de su amante. Todo está ahí. No falta nada. A ustedes no les creeré. No pienso despojarme de lo que es esencial.  

—Escúchame, hijo, y protégete. Escúchame y toma una vela. Enciéndela por la noche y ponla frente al espejo, en una habitación oscura. Ten contigo un vaso con agua por si te da sed. Una vez que la hayas encendido mira en el espejo tus propios ojos. Míralos bien, hasta que veas dentro de ellos la llama, y piensa estas cosas: «¿Veo bien la llama? ¿Oigo su voz ahora que estoy aquí? ¿La veo?» No intentes responder. Al cabo de un rato apaga la vela y mantente viendo hacia al espejo. Verás la llama en tus ojos. No temas. Tu abuela no se ha ido. Tu abuela está aquí. El pasado no existe.  Cuando te tranquilices, dobla de nuevo este papel y guárdalo en la caja de latón que te di antes de irme.

SEGUNDA: Ya no es posible dudar de que la educación moderna, pese a sus logros, ha servido para aporrear la imaginación y mutilar la vida, cortando, desde la infancia, las ligas entre el alma y los nóumenos. Es decir, de que esta educación ha dañado lo que es esencial. Son muchas las cosas que se pueden decir al respecto, pero no conviene aquí dar cuenta de las repercusiones que la física newtoniana y el racionalismo ilustrado han tenido sobre la vida intelectual. Es probable, en cambio, que la historia que sigue aclare la cuestión.

El niño acababa de cumplir ocho años. Como todas las noches, se acostó a las ocho y media. Las sábanas de su cama eran blancas y blancas también las cortinas de su habitación. La noche era tibia y clara y el resplandor de la luna llena bañaba los objetos en el jardín. El jardín de la casa era grande y la habitación del niño, en la segunda planta, daba hacia él. Una vez acostado, el niño se durmió pronto, pero despertó súbitamente algunas horas después. No puede decirse que estuviera sobresaltado, pero sí que sintió una emoción inquietante. El reloj marcaba la una con diecisiete. Al mirar hacia la ventana notó en el jardín un brillo inusual y se acercó a ver. Un gato se escurrió detrás del roble y luego brincó tras la pared. En la calle acababa de detenerse un auto con las luces todavía encendidas. El niño sintió un escalofrío, pero no podía moverse, ni gritar. Enseguida reconoció el auto y, aunque no sintió miedo, tampoco pudo hablar. Vio un hombre bajarse y encender un cigarrillo. El hombre, con naturalidad, franqueó la puerta y entró al jardín. El humo del cigarrillo tenía un brillo fantástico bajo la luz de la luna. El hombre sonrió y el niño también lo hizo. Se miraron por un rato, pero el niño sabía muy bien que debía mantenerse quieto. El viento soplaba despacio y, finalmente, una nube cubrió la luna. El hombre salió del jardín y el niño volvió a acostarse. Durmió profundamente. A la mañana siguiente, como todos los días, su padre lo tomó de la mano para llevarlo al colegio; al salir al jardín, reconoció de pronto el olor de los cigarrillos; una mueca de extrañeza le recorrió el semblante y exclamó, desconcertado, un enfático «¡Pfff…!». Por un instante, el niño quiso contarle que recién en la noche había visto al abuelo.  Sin embargo, no lo hizo: supo inmediatamente que su padre no le creería; que para él, el camino, por de pronto, estaba cerrado.

—Lo veo y es claro —dijo el hombre herido sobre la acera al que los paramédicos ponían en una camilla—. Por todas partes están sus marcas y las señas para entrar y salir. No es un mundo distinto al nuestro. Es el nuestro y lo podemos caminar.

Propósito de Navidad.

La vida se va y ya no hay tiempo. Hay que hacer algo ahora. ¿Dejar una obra? ¿Mantener vivo un nombre? ¿Que nos hagan un monumento que perdure por siglos? Nada de eso es suficiente, porque todo eso es efímero. Sólo el amor, cuando lo practicamos, nos hace partícipes de lo más noble que existe: cada instante vivido con amor es un instante pleno, completo, precioso y perfecto. Nada nos llevamos del mundo y tampoco nada dejamos en él, por mucho que dure nuestro nombre en la memoria de la especie humana. Sólo es realmente nuestro, como algo plenamente propio, cada instante en el que amamos. Y esos instantes son los únicos que pasan, uno por uno, uno tras otro, como perlas bien formadas tras la densa cortina del tiempo.